1 de julio de 2011

Antonio Di Benedetto/ Trilogía de la espera

Brea
El hormigón no da consuelo y menos recogerá 
lo que la higuera da con las manos abiertas. 
Es como no recibir en camposanto los frutos caídos por su mano. 

Esas brevas que cayeron, remostadas una con otra, estrelladas, 
cubren el suelo de sombrío dulzor.

Brega
    Con la cabeza envuelta en tales imágenes, me llego a la biblioteca, mi tesón tiene recompensa; tengo en mis manos el fruto deseado.




Copio aquí, con no poco esfuerzo, como se inicia la primera parte de "Los suicidas"; ya leí Zama y también El Silenciero, ahora entro en la singularidad cuántica del universo de Di Benedetto.



Los días cargados de muerte.


Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.
Tenía 33 años.
El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad.
        Aunque tía Constanza, con reserva pero sin tacto, mencionó esa coincidencia, no he vuelto a ella en mi pensamiento hasta hoy que el tema, de cierta manera, ha salido a mi encuentro.
    En la agencia el jefe me dijo: “Puede ser tu oportunidad”.
        Sin requerir conocimiento, me introdujo en la tarea. Sobre el escritorio desplegó tres fotografías y me incitó a descubrir lo que posiblemente el ya había observado.
        –¿Qué se ve en ellas?
        Consideré que esperaba de mí una deducción fuera de lo corriente. Inclinado, examiné las fotos, que tenían, cada una, un cuerpo humano, tumbado y vestido. Dije:
–Veo que están muertos, los tres.
–No es una respuesta muy sagaz.
Acepté su mordacidad como una advertencia de que debía ver mejor, y pronto. Me molestó, pero transigí, más bien por el presentimiento de que comenzaba a descifrar. Indiqué:
–Una es mujer, dos son hombres.
Remarqué lentamente, como si costara enterarse. Proseguí, sin prisa:
–Ella y este otro conservan los ojos abiertos. El tercero no.
–¡Oh! –dijo el jefe, se arrancó del escritorio y caminó.
Entonces pensé que no soy un bromista y ya bastaba porque asimismo él podía decir basta. Dije:
–Los que tienen los ojos abiertos siguen mirando…
El jefe se detuvo, yo también.
Sentí que entendía y que me importaba lo que había entendido:
–Miran… como si miraran para adentro, pero con horror.
No necesitaba su aprobación –un sonido que me echó–, ni el silencio con el que propició la impresión de que algo faltaba. Sí, en mi mente había una señal, confusa, hasta que pude afirmar:
–Están espantados, tienen el espanto en los ojos y sin embargo, en la boca se les ha formado una mueca de placer sombrío.
No dudé que había acertado, que le había ampliado la visión. Eso ya estaba. Lo que a continuación, con urgencia, precisaba saber, era lo que le pregunté:
–¿Los mataron?
–No, se mataron.


*